martes, 5 de marzo de 2024

¿QUÉ ES CIVILIZACIÓN? (ANANDA K. COOMARASWAMY)

 

¿QUÉ ES CIVILIZACIÓN?

 

ANANDA K. COOMARASWAMY

 
CAPÍTULO UNO

 

 

 

Por los propios escritos de Albert Schweitzer es evidente que, junto a su activísima vida de buenas obras, su interés teórico se centra en las preguntas: ¿qué es civilización? ¿y cómo puede ser restaurada? Pues, por supuesto, ve muy claramente que el mundo moderno, un mundo que se autoproclama «civilizado», no es realmente un mundo civilizado, sino como él lo llama, un mundo de «epígonos», que son herederos, más bien que creadores de bienes positivos.

En cuanto a la pregunta: ¿qué es civilización?, propongo el aporte de una consideración de los significados intrínsecos de las palabras «civilización», «política» y «purusa». La raíz de «civilización» es kei, como en el griego keisthai, en el sánscrito, «yacer», «yacer tendido», «estar localizado en». Una ciudad es así una «guarida», donde el ciudadano «hace la cama» en la que debe yacer. Ahora preguntaremos ¿«quién» habita y «economiza» así? La raíz de «política» es pla, como en el griego pimplcmi, en el sánscrito , «llenar», en el griego polis, en el sánscrito pur, «ciudad», «ciudadela», «fortaleza», en el latín plenum, en el sánscrito pram, y en el inglés «fill», «llenar». Las raíces de purusa son éstas dos, y por consiguiente, el significado intrínseco es el de «ciudadano», ya sea como «hombre» (este hombre, Fulano) o como el Hombre (en este hombre, y absolutamente); en ambos casos, el purusa es la «persona» que ha de distinguirse, por sus facultades de previsión y de comprensión, del hombre animal , gobernado sólo por su «hambre y su sed»[1].

 

En el pensamiento de Platón hay una ciudad cósmica del mundo, la ciudad del estado, y hay un cuerpo político individual, y ambos son comunidades. «Las mismas castas, iguales en número, se han de encontrar en la ciudad y en el alma (o sí mismo) de cada uno de nosotros»[2]; el principio de justicia es el mismo en todo, a saber, que cada miembro de la comunidad cumpla las tareas para las que está dotado por la naturaleza; y el establecimiento de la justicia y el bienestar de la totalidad depende, en cada caso, de la respuesta a la pregunta, ¿Quién gobernará, lo mejor o lo peor, es decir, una única Razón y Ley Común, o la multitud de los hombres adinerados en la ciudad exterior, y de los deseos en el individuo (República 441, etc.)?

 

¿Quién llena, o puebla, estas ciudades? ¿De quién son estas ciudades, «nuestras» o de Dios? ¿Cuál es el significado del «gobierno de sí mismo»? (una pregunta que, como muestra Platón, implica una distinción entre el gobernante y el gobernado). Filón dice que «En lo que concierne al poder, Dios es el único ciudadano», y esto es casi idéntico a las palabras de la Upanisad, «Este Hombre es el ciudadano en todas las ciudades», y no debe considerarse como contradicho por esta otra afirmación de Filón, a saber, que «Adam (no ­«este hombre», sino el Hombre verdadero) es el único ciudadano del mundo». Nuevamente, «Esta ciudad es estos mundos, la Persona es el Espíritu, a quien, porque habita esta ciudad, se le llama el “Ciudadano” ». «Al que conoce la ciudad de Brahma, por cuyo motivo la Persona se llama así, ni la visión ni el soplo de la vida le abandonan en la vejez», aunque ahora la «ciudad» es la de este cuerpo, y los «ciudadanos» son sus facultades dadas por Dios.

 

Estos puntos de vista macrocósmico y microcósmico son interdependientes; pues, como la llama Platón, la «acrópolis» de la ciudad está dentro de vosotros y literalmente en el «corazón» de la ciudad. Lo que hay dentro de esta Ciudad de Dios es un templo[3], y lo que hay dentro (del templo) es el Cielo y la Tierra, el Fuego y el Viento, el Sol y la Luna, todo lo que se posee o no se posee; todo lo que hay aquí está ahí dentro». Entonces surge la pregunta, ¿Qué queda (qué sobrevive) cuando esta “ciudad” muere de vejez o es destruida? y la respuesta es que lo que sobrevive es Eso que no envejece con nuestro envejecimiento, y que no es matado cuando “nosotros” somos matados: Eso es la “verdadera Ciudad de Dios”[4]; Eso (y no esta ciudad perecedera que nosotros consideramos como “nuestro” sí mismo) es nuestro Sí mismo, que no envejece y que es inmortal[5], a quien no afecta «el hambre ni la sed»), «Eso eres tú» ; y Ciertamente, el que ve Eso, el que contempla Eso, el que discrimina Eso, y cuyo juego y expansión, y cuyo deleite y beatitud están en ese Sí mismo y con ese Sí mismo , ese es autónomo, y se mueve a voluntad en todos los mundos[6]; pero aquellos cuyo conocimiento es de lo que es otro-que-Eso, son heterónomos, y no se mueven a voluntad en ningún mundo».

 

Así pues, en el corazón de esta Ciudad de Dios habita el Sí mismo inmortal y omnisciente, «este Sí mismo y Duque inmortal del sí mismo», como el Señor de todo, el Protector de todo, el Regidor de todos los seres y el Controlador Interno de los poderes del alma, por los cuales está rodeado como por sus súbditos[7], y «a Él (Brahma), que procede así en Persona , cuando yace ahí extendido , y entronizado , los poderes del alma , la voz, la mente, la visión, el oído y el olfato, le traen tributo»

 

La palabra «extendido» expresa aquí un significado ya implícito en la etimología de la «ciudad», que incluye el sentido de yacer completamente extendido[8].

 

No sólo estos mundos son una ciudad, o «yo» soy una ciudad, sino que estas ciudades son ciudades pobladas, y no tierras yermas, porque Él las llena; puesto que Él es «uno como es en sí mismo allí, y muchos como es en sus hijos aquí». «Eso, dividiéndose a sí mismo inmensurables veces llena [9] estos mundos… de Ello proceden continuamente todos los seres animados». O con referencia específica a los poderes del alma dentro de la ciudad individual, «Él, dividiéndose a sí mismo quíntuplemente, está oculto en la caverna (del corazón) … Desde ahí, habiendo abierto las puertas de los poderes de los sentidos, procede a la fruición de la experiencia… Y de esta manera, este cuerpo es levantado en la posesión de la consciencia, y Él es su conductor» [10]. Sin embargo, esta «división» es sólo una manera de hablar, pues Él permanece «indiviso en los seres divididos», «ininterrumpido», y así ha de comprenderse como una presencia divina y total.

 

En otras palabras, la «división» no es una segmentación, sino una extensión, como si se tratara de radios desde un centro o de rayos de luz desde una fuente luminosa con la que son continuos[11]. Ciertamente, la Continuidad y la intensidad son una cualidad necesaria en todo lo que puede tensarse y extenderse pero, como el Espíritu inmanente mismo, «no puede cortarse», —«ninguna parte de eso que es divino se corta a sí misma y deviene separada, sino que solo se extiende» (Filón, Det. 90). Así pues, decir que la Persona «llena» estos mundos es la misma cosa que decir que Indra vio a esta Persona «como el Brahman máximamente extendido. De esta manera, todos los poderes del alma, proyectados por la mente hacia sus objetos, son «extensiones» de un principio invisible, y éste es el «poder tónico» por el que se hace posible percibirlos (Filón, Leg. Alleg. I.30, 37). Nuestra «constitución» es una habitación que el Espíritu se hace para sí mismo «de la misma manera que un orífice saca para sí mismo otra forma del oro»[12].

 

Éste es un aspecto esencial de la doctrina del «hilo del espíritu», y como tal es la base inteligible de la doctrina de la omnisciencia y de la providencia divinas, a las que son análogos nuestro conocimiento y nuestra previsión parciales. El Sol espiritual (no ese «sol que ven todos los hombres» sino el «que pocos conocen con la mente», [13] es el Sí mismo de todo el universo y está conectado a todas las cosas en él por medio del «hilo» de sus luminosos rayos pneumáticos, en los cuales está tejido la totalidad del «tejido» del universo —«todo este universo está encordado en Mí, como filas de gemas en un hilo» ; y como ya hemos visto, las últimas puntas de este hilo, que atraviesa nuestro intelecto, son sus poderes sensoriales[14]. Así, de la misma manera que el sol del mediodía «ve» todas las cosas bajo el sol a la vez, la «Persona en el Sol», la Luz de las luces, en el punto y centro exaltado «donde todo donde y todo cuando tienen su foco» (Paradiso XXIX.23), está simultáneamente presente a la totalidad de la experiencia, ya sea aquí o allí, ya sea pasada o futura, y «ni un gorrión cae al suelo» ni ha caído nunca ni nunca caerá sin su conocimiento presente. Él es, de hecho, el único veedor, pensador, etc., en nosotros, y quienquiera que ve o piensa, etc., ve o piensa por su «rayo».

 

Así pues, en la Ciudad de Dios humana que estamos considerando, como un modelo político, los poderes sensoriales y discriminativos, por así decir, forman un cuerpo de guardia por el que la Razón Real es conducida a la percepción de los objetos sensibles, y el corazón es la sala de guardia donde reciben sus órdenes (Platón, Timeo 70B, , etc.). Estos poderes —aunque se les llama Dioses[15], Ángeles, Eones, Maruts,  Soplos, Daimones, etc. —son el pueblo del reino celestial, y se relacionan con su Capataz  como la hueste con su Mayor o los ministros con su Rey; son un tropa de «los Propios del rey» , por los cuales el Rey está rodeado como por una corona de gloria —«sobre cuya cabeza los Eones son una corona de gloria que emite rayos» , y «por “tu gloria” yo entiendo los poderes que forman tu cuerpo de guardia» [16]. Se trata enteramente de una relación de lealtad feudal, donde los súbditos traen el tributo y reciben la largueza —«Tú eres nuestro y nosotros somos tuyos» , «Seamos nosotros tuyos para que tú nos des el tesoro» [17].

 

Lo que no debe olvidarse nunca es que todos «nuestros» poderes no son nuestros «propios», sino poderes y ministros delegados a través de los cuales se «ejerce» el Poder real; los poderes del alma «son sólo los nombres de Sus actos»[18]. No deben servir a su interés propio o al interés de otro —cuyo único resultado será la tiranía de la mayoría, y una ciudad dividida contra sí misma, hombre contra hombre y clase contra clase— sino servir a Aquel cuyo único interés es el del cuerpo político común. De hecho, en los numerosos relatos que tenemos de una contienda por la precedencia entre los poderes del alma, siempre se encuentra que ninguno de los miembros o poderes es indispensable para la vida de la ciudad corporal, exceptuados únicamente su Cabeza, el Soplo y el Espíritu inmanente.

 

Así pues, de la misma manera que un hombre trae las ofrendas sacrificiales a un altar, la vida justa y natural de los poderes del alma es precisamente su función de traer tributo a su cabeza fuente, a saber, la mente y verdadero Sí mismo que ejerce el control, guardando para sí mismos sólo lo que queda. La tarea de cada uno es cumplir las funciones para las que está dotado por naturaleza, a saber, la tarea del ojo es ver, la del oído oír, etc., las cuales funciones son todas necesarias para el bienestar de la comunidad de la totalidad del hombre, pero deben ser coordinadas por un poder desinteresado que cuida de todas. Pues a no ser que esta comunidad actúe unánimemente, como un único hombre, trabajará en todo tipo de propósitos cruzados. El concepto es el de una corporación en la que los distintos miembros de una comunidad trabajan juntos, cada uno según su propia manera; y una tal sociedad vocacional es un organismo, no un agregado de intereses que compiten, y que, por consiguiente, constituirían un «equilibrio de poder» inestable.

 

Así pues, la Ciudad de Dios humana contiene dentro de sí misma el modelo de todas las demás sociedades y de una verdadera civilización. El hombre será un hombre «justo» cuando cada uno de sus miembros cumple su tarea propia y está sometido a la Razón gobernante que ejerce la providencia en beneficio de todo el hombre; y de la misma manera la ciudad pública será justa cuando hay acuerdo en cuanto a quién gobernará, y no hay ninguna confusión de funciones, sino que cada ocupación es una responsabilidad vocacional. Así pues, no donde no hay «clases» o «castas», sino donde cada uno es un agente responsable en algún campo especial[19]. Una ciudad que carece de esta «justicia» no puede llamarse una «buena» ciudad, como tampoco puede llamarse una buena ciudad si carece de sabiduría, sobriedad o coraje; y éstas cuatro son las grandes virtudes cívicas. Donde las ocupaciones son así vocaciones «se hará más, y se hará mejor, y con más facilidad que de ninguna otra manera» (República 370C). Pero «si el que por naturaleza es un artesano o algún tipo de comerciante, se deja tentar y envanecer por la riqueza o por su dominio de los votos o por su propia fuerza o por cualquier otra cosa, e intenta manejar los asuntos militares, o si un soldado intenta ser un consejero o un guardián, para lo cual no está dotado, y si estos hombres intercambian sus herramientas y honores, o si uno y el mismo hombre intenta manejar todas estas funciones a la vez, entonces, yo entiendo, y tú estarás conmigo en que este tipo de perversión y de aprendiz de todo y maestro de nada será la ruina de la ciudad»; y esto es «injusticia», (República 434B).

 

Así pues, la sociedad ideal se considera como un tipo de taller cooperativo en el que la producción ha de ser para el uso y no para el provecho, y donde se ha de proveer para todas las necesidades humanas, tanto las del cuerpo como las del alma. Además, si ha de cumplirse el mandato, «Sed perfectos como vuestro Padre en el cielo es perfecto», la obra debe hacerse perfectamente [20]. Las artes no se dirigen a la ventaja de nada excepto la de su objeto (República 432B), y esto quiere decir que la cosa que se hace debe ser tan perfecta como sea posible para el propósito que se hace. Este propósito es satisfacer una necesidad humana (República 369B, C); y así el perfeccionismo requerido, aunque no está motivado «altruistamente», «sirve efectivamente» a la humanidad de una manera que es imposible donde los bienes se hacen para la venta más bien que para el uso, y en cantidad más bien que en cualidad. A la luz de la definición de la «justicia» por Platón, como ocupación vocacional, podemos comprender mejor las palabras, «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas se os darán por añadidura» (San Mateo 6:33).

 

La filosofía india del trabajo es idéntica. «Sabe que la acción viene de Brahma. Aquel que en la tierra no sigue en su giro a la rueda que así gira, vive en vano; por consiguiente, sin apego a sus recompensas, haz siempre lo que debe hacerse, pues, ciertamente, el hombre gana así lo Último. No hay nada que yo necesite hacer, ni nada que alcanzar que no sea ya mío: y sin embargo, yo no me mezclo en la acción. Por consiguiente, actúa con miras al bienestar del mundo; pues todo lo que hace el superior, también lo harán otros; establecido el modelo, el mundo lo seguirá. Es mejor la propia norma de uno[21], por deficiente que sea, que la de otro, por bien que se haga; es mejor morir en el puesto propio de uno, pues el de otro está lleno de temor… Las vocaciones están determinadas por la propia naturaleza de uno. El hombre alcanza la perfección a través de la devoción a su trabajo propio. ¿Cómo? Alabando en su trabajo propio a Aquel de quien procede la expresión de todos los seres y por quien es extendido todo este universo. Es mejor hacer el trabajo propio de uno, incluso con sus faltas, que hacer bien el trabajo de otro; el que hace la tarea que su naturaleza propia dispone que haga no incurre en pecado; uno no debe abandonar nunca su vocación[22] heredada»[23].

 

Por una parte, la tradición inspirada rechaza la ambición, la competición y los modelos cuantitativos; por otra, nuestra «civilización» moderna se basa en las nociones del progreso social, de la libre empresa y de la producción cuantitativa. La primera considera las necesidades del hombre, que «son pocas aquí abajo»; la otra considera sus apetitos, a los cuales no puede ponerse ningún límite, y cuyo número se multiplica artificialmente con la propaganda. Ciertamente, el manufacturero para el provecho debe crear un mercado mundial siempre creciente para los excedentes producidos por aquellos a quienes el dr. Schweitzer llama los «hombres sobreocupados». Fundamentalmente, es la obsesión del comercio mundial, que hace de las «civilizaciones» industriales una «maldición para la humanidad», y la obsesión del concepto del progreso industrial, «en línea con la empresa de la civilización manufacturera», lo que ha provocado y provocará el surgimiento de las guerras modernas; sobre este mismo miserabilizado suelo han crecido imperios, y por esta misma codicia inclemente han sido destruidas innumerables civilizaciones —por los españoles en Sudamérica, por los japoneses en Korea y por «­las sombras blancas en los Mares del Sur»[24].

 

El dr. Schweitzer mismo escribe que «es muy difícil llevar a su plenitud una colonización que signifique al mismo tiempo una verdadera civilización… La edad de la máquina ha traído a la humanidad unas condiciones de existencia que hacen difícil la posesión de una civilización[25]… La agricultura y la artesanía son el fundamento de la civilización… Siempre que el comercio de la madera es bueno, una hambruna permanente reina en la región de Ogowe[26]… Ellos viven de arroz importado y de alimentos en conserva importados que compran con los ingresos de su trabajo… haciendo imposible con ello la industria hogareña… Como están las cosas, el comercio mundial que les ha alcanzado es un hecho contra el que nosotros y ellos somos impotentes»[27].

 

Yo no estoy de acuerdo con este cuadro de un deus, o más bien de un diabolus ex maquina, emparejado así con una confesión de impotencia[28]. Ciertamente, si nuestro industrialismo y nuestra práctica del comercio son la marca de nuestra civilización, ¿cómo, entonces, osamos proponernos ayudar a otros a «alcanzar una condición de bienestar»?  El «peso» (de nuestra «incivilización») lo hemos hecho nosotros y pesa sobre nuestros propios hombros primero. ¿Acaso vamos a decir que debido a la «determinación económica» somos impotentes para sacudírnoslo de encima y ponernos derechos? Eso sería aceptar la condición de «epígonos» de una vez por todas, y admitir que nuestra influencia sólo puede rebajar a los demás a nuestro nivel[29].

 

Como hemos visto, en una verdadera civilización, laborare est orare. Pero el industrialismo —«el mammon de la injusticia»  —y la civilización son incompatibles. A menudo se ha dicho que uno puede ser un buen cristiano incluso en una factoría; no es menos cierto que uno podría ser un cristiano aún mejor en la arena del circo. Pero ninguno de estos hechos significa que las factorías o las arenas sean instituciones cristianas o deseables. A nosotros no nos incumbe considerar si puede ganarse o no alguna vez una batalla de la religión contra el industrialismo y el comercio mundial; nuestra incumbencia es la tarea, no su recompensa; nuestra incumbencia es cerciorarnos de que en cualquier conflicto nosotros estamos del lado de la Justicia[30]. Incluso como están las cosas, el dr. Schweitzer encuentra su mejor excusa para el gobierno colonial en el hecho de que en alguna medida (por pequeña que sea) tales gobiernos protegen a sus pueblos colonizados «del mercader». ¿Por qué no nos protegen a nosotros mismos (los «conejillos de indias» de un libro bien conocido) del mercader? ¿No sería mejor que, en lugar de pensar en las consecuencias inevitables del «comercio mundial», consideráramos su causa, y emprendiéramos la reforma de nuestra propia «civilización»? ¿O acaso los incivilizados van a pretender siempre sus «misiones civilizadoras?

 

Reformar lo que se ha deformado significa que debemos tomar en cuenta una «forma» original, y eso es lo que hemos intentado hacer con el análisis histórico del concepto de civilización, basado en fuentes orientales y occidentales. Las formas son por definición invisibles para los sentidos. La forma de nuestra Ciudad de Dios es una forma «que existe sólo en las palabras, y en ninguna parte de la tierra; pero, al parecer, está guardada en el cielo para quien quiera contemplarla, y si la contempla, para habitarla; sólo puede ser vista por los verdaderos filósofos que dirigen sus energías hacia esos estudios que alimentan el alma más bien que el cuerpo, y que nunca se dejan arrastrar por las congratulaciones de las turbas ni por el aumento sin medida de su riqueza, que es la fuente de innumerables males[31], sino que más bien fijan sus ojos sobre su propia política interior, sin pretender nunca ser políticos en la ciudad de su nacimiento» (República 591E, F).

 

¿No está Platón completamente acertado cuando propone confiar el gobierno de las ciudades «al remanente incorrupto de los verdaderos filósofos que han de soportar ahora el estigma de la inutilidad»[32], o incluso a aquellos que están ahora en el poder, «si por alguna inspiración divina[33] tomara posesión de ellos un genuino amor de la filosofía»? ¿y no está enteramente acertado cuando mantiene que «ninguna ciudad puede ser feliz nunca a no ser que su diseño lo hayan trazado esos pintores que hacen uso del modelo divino» (República 499, 500) —a saber, el de la Ciudad de Dios que está en el cielo y «dentro de vosotros»?[34].


 


 

[2] El Alma Inmortal (el Sí mismo) de Platón, y las dos partes del alma mortal (el sí mismo), junto con el cuerpo mismo, constituyen el número normal de las «cuatro castas» que deben cooperar para el beneficio de toda la comunidad.

[3] «El Reino de Dios está dentro de vosotros» (San Lucas 17:21); El Rey sobrevive a sus reinos y «vive siempre». De la misma manera, en la teoría tradicional de gobierno, la Realeza inmanente en los reyes les antecede y les sobrevive, «el rey ha muerto, viva el rey».

 

[5] Ese Sí mismo Espiritual eternamente joven cuyo Comprehensor no tiene miedo de la muerte .

[6] Esta libertad, de la que se habla tan a menudo en la tradición védica, corresponde al término platónico autokinãsis (Fedro 245D, Leyes 895B, C) y a San Juan 10:9 «entrarán y saldrán, y encontrarán pradera».

 

[8] La extensión divina en el espacio tridimensional del mundo, que de esta manera se llena, es una crucifixión cósmica a la que corresponde la crucifixión local en dos dimensiones. En la medida en que nosotros Le consideramos como dividido realmente por esta extensión, es decir, en la medida en que nosotros concebimos nuestro ser como «propio nuestro», nosotros le crucificamos diariamente.

 

[10] En toda la tradición védica como en Platón (Fedro 246 sigs.), Filón y Boecio, etc., la constitución del hombre, en la que el Sí mismo espiritual de todos los seres va como pasajero mientras el vehículo se mantiene unido, la mente tiene las riendas; pero puesto que la mente es doble, pura o impura, desinteresada o interesada, puede controlar el tiro de los sentidos o bien ser extraviada por él. Los símbolos del «carro», la «ciudad», el «barco» y la «marioneta» son equivalentes, de manera que, por ejemplo, «cuando la Mente, como un cochero, gobierna todo el ser vivo, como un gobernador hace con una ciudad, entonces la vida sigue un curso recto». Toda la concepción del yoga (yug, «uncir», «arnesar», «juntar») está conectada con el simbolismo del carro y del tiro; todavía hoy, nosotros hablamos de «poner freno» a nuestras pasiones.

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[12] El oro en tales contextos no es una figura de lenguaje, sino una figura de pensamiento. El oro «es» (nosotros diríamos ahora «significa») la luz, la vida, la inmortalidad; y «refinar» este «oro» es quemar en nuestro Sí mismo espiritual la escoria de todo lo que no es el Sí mismo. De aquí que sea una cuerda de oro la que guía rectamente a la marioneta humana (Platón, Leyes 644) y Blake nos da una cuerda de «oro» que «nos conducirá a la puerta del cielo».

[13] «El Sol del sol»,; la «luz invisible perceptible sólo por la mente», Filón; «cuyo cuerpo es el sol, que controla al sol desde dentro»; «cuyo cuerpo lo ven todos, pero su alma nadie», Platón, Leyes 898D; «la luz de las luces» ; «que era la verdadera Luz… del mundo», San Juan 1:9, 9:5; ­­«el Sol de los hombres», y «la Luz de los hombres», San Juan 1:4, «sedente en cada corazón».

[14] No podemos exponer aquí extensamente la doctrina del «hilo del espíritu». En la tradición europea puede rastrearse desde Homero hasta Blake. Para algunas de las referencias ver mi «Primitive Mentality»,  1940 y «Literary Symbolism» en el Dictionary of Old Literature, 1943. ver también mi «Spiritual Paternity and the Puppet Complex» , 1945.

[15] O Hijos de Dios. Cf. Boehme,  «Cada príncipe angélico es una propiedad de la voz de Dios, y lleva el gran nombre de Dios». Es con referencia a estos poderes que se dice que «Todos estos Dioses están en mí» , que «Todas las cosas están llenas de Dioses» (Thales, citado por Platón, Leyes 899 B) y que «Haciendo del Hombre (purusa) su casa mortal, los Dioses le habitan»; por consiguiente, «Ciertamente está iniciado, aquel cuyos “Dioses dentro de él” están iniciados, a saber, la mente por la Mente, la voz por la Voz» etc.  No necesitamos decir que una tal multiplicidad de Dioses —«cientos y miles»— no es un politeísmo, pues todos son súbditos angélicos de la Deidad Suprema desde quien se originan y en quien, como a menudo se nos recuerda, nuevamente «devienen uno». Su operación es una epifanía —«Ciertamente, este Brahma brilla cuando uno ve con el ojo, y muere igualmente cuando uno no ve»). Estos «Dioses» son los Ángeles, o como los llama Filón, las Ideas, —es decir, las Razones Eternas.

[16] Debe recordarse el doble significado del griego stephano: (1º) como «corona» y (2º) como «muralla» de la ciudad; así pues, es al mismo tiempo una gloria y una defensa. «Los hijos son la corona de un hombre, las torres de la “ciudad”» (Homeric Epigramas XIII).

La interpretación que hace Filón de la «gloria» tiene un equivalente exacto en la India, donde los poderes del alma son «glorias»  y colectivamente «el reino, el poder y la gloria» de sus poseedores reales; y por consiguiente, toda la ciencia del gobierno es la ciencia del control de estos poderes. Non potest aliquis habere ordinatam familiam, nisi ipse sit ordinatus [nadie puede tener orden en su familia, a no ser que lo tenga primero en sí mismo], San Buenaventura; y esto se aplica a todo el que se propone gobernarse a sí mismo, a una ciudad o a un reino.

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[18] «“Yo” no hago nada, así debe saberse el hombre arnesado, el conocedor de la Realidad Última» . «Yo no hago nada por mí mismo» (San Juan 8:28, cf. 5:19). Pensar que «“yo” hago» o que «“yo” pienso”» es una infatuación . La proposición Cogito ergo sum, es un sin sentido; la verdadera conclusión es Cogito ergo EST, y se refiere al «que Es» y al único que puede decir «yo» (Maestro Eckhart, Pfeiffer, p. 261).

Nada será arrojado tan inmediatamente adentro de las fauces del Infierno como las detestables palabras (¡obsérvalas bien!) mío y tuyo [Angelus Silesius, Peregruino Qurubínico v.238.]

[19] En cuyo caso, cada ocupación es una profesión; es decir, no meramente una manera de ganarse la vida, sino una «manera de vivir», cuyo abandono es morir una muerte. ­«El hombre que ha cambiado de un trabajo a otro, fácilmente y sin que ello le moleste, no tiene ningún respeto profundo de sí mismo» (Margaret Mead).

[20] Es un lugar común de la teoría medieval que el interés principal del artesano está centrado en el bien de la obra que ha de hacerse, y esto significa que debe ser al mismo tiempo pulcrer et aptus [bella y apropiada]. Un texto budista que define las entelequias de los diferentes grupos vocacionales llama «trabajo perfecto» al del hogareño cuyo soporte es un arte.

[21] El «propio dharma» de uno es precisamente la «justicia» de Platón, es decir, el cumplimiento de la tarea para la que uno está equipado por naturaleza. De la misma manera, la Justicia representa el Índice y el modelo último por el que debe juzgarse toda acción. Dharma es lex eterna, sva-dharma lex natturalis.

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[23] Para nuestra tradición, la procreación es una «deuda», y su propósito es mantener la continuidad de las funciones ministeriales en una sociedad estable (ver mi Hunduism and Buddism, nota 146). Pues sólo así pueden conservarse las bases de la civilización.

[24] Cf. mi «Am I my Brother’s Keeper?», marzo, 1943.

[25] «La máquina… es el logro de que es capaz el hombre si confía enteramente en sí mismo —Dios ya no es necesario… Eventualmente… la máquina le transforma en una máquina a él» (Ernst Niekisch, citado por Erich Meissner).

[26] «Cuando las naciones envejecen, las artes envejecen, y el comercio cuenta con cada árbol» (William Blake).

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[28] «Yo no tengo más fe que un grano de mostaza en la historia de la “civilización” futura, que ahora  que está condenada a la destrucción: ¡qué alegría da pensar en ello!» (William Morris). «Pues por hombres civilizados nosotros entendemos ahora hombres industrializados, sociedades mecanizadas… Nosotros llamamos a todos los hombres civilizados, con tal de que empleen las mismas técnicas mecánicas para dominar el mundo físico. Y los llamamos así porque estamos seguros de que sólo el mundo físico es la única realidad, y de que como se somete a la manipulación mecánica, no cabe otra manera de comportamiento. Cualquier otra conducta sólo puede brotar de la ilusión, y es el comportamiento de un salvaje simple e ignorante. Haber llegado a este cuadro de la realidad es ser verdaderamente avanzado, progresista, civilizado» (Gerald Heard, Man the Master, p. 25). Y esto es también haber llegado a lo que se ha llamado propiamente un «mundo de realidad empobrecida» (Iredell Jenkins), y un mundo que sólo puede empobrecer a aquellos a quienes se lo comunicamos.

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[30] Quienquiera que posee una simple participación en cualquier empresa manufacturera para el provecho, en esa misma medida está tomando partido y en esa misma medida es responsable del comercio mundial y de todas sus consecuencias.

[31] El cuerpo, por cuya causa deseamos la riqueza, es la causa última de todas las guerras (Fedro 66 C); y «la victoria fomenta el odio, porque los conquistados son infelices». El comercio mundial y la guerra mundial son males congenéricos. Todo lo que hemos dicho sobre el gobierno de los hombres y de las ciudades se aplicará, por supuesto, al gobierno del mundo por naciones cooperativas y desinteresadas. Todos los intentos de establecer «equilibrios de poder» deben acabar en guerra.

[32] Nobleza obliga. En una ciudad que ha educado a «verdaderos filósofos», éstos deben a sus educadores el deber de participar en los asuntos cívicos; y de esta manera, en la teoría del gobierno tradicional, incumbe a los representantes de la autoridad espiritual supervisar y guiar a aquellos que ejercen el poder temporal; en otras palabras, les incumbe supervisar que apoyen el derecho, y que no se afirmen a sí mismos..

[33] Supongo que en la historia de la crítica nunca se ha propuesto nada más necio que el comentario de Paul Shorey, «Pero nosotros no debemos atribuir ninguna superstición personal a Platón» (Loeb Library ed. p. 64). Deben esperarse solecismos tales como éste siempre que los nominalistas se ponen a exponer la doctrina de los filósofos realistas; ¿pero por qué se ponen a exponer filosofías en las que no creen?

[34] El trabajo que ha de hacerse es primariamente de purgación, para echar a los cambistas de dinero, a todos los que desean poder y oficio, y a todos los representantes de intereses especiales; y en segundo lugar, cuando la ciudad ha sido «limpiada», el trabajo que ha de hacerse es de imitación considerada de las formas de la justicia, de la belleza y de la sabiduría naturales, amén de otras virtudes cívicas; entre las cuales hemos considerado aquí la justicia, o la rectitud.

Como dice Platón, puede ser muy difícil llevar a cabo un tal cambio de mente como el que se requiere si nosotros hemos de «progresar» en esta vida, pero también dice que «no es imposible»; y así, nosotros «no podemos cesar el Combate Mental… hasta que hayamos construido Jerusalén».


domingo, 3 de marzo de 2024

DEL ESTADO (N. Berdiaev)

 

N. Berdiaev. De la destination de l’homme.

Editions L’Age d’Homme. S.A. Lausanne 1979

 

 DEL ESTADO

 

El examen del Estado en su esencia va más allá del alcance de este libro. Consideraré, únicamente desde el punto de vista de la ética, su naturaleza y nuestra actitud hacia él. Este problema será necesariamente también el de sus relaciones con la libertad y la persona humana.

 

Por su origen, su esencia y su fin, el Estado no está más animado por el pathos de la libertad que por el del bien, o el de la persona humana, aunque esté en relación con ellos. Es, ante todo, el organizador del caos natural, cuyo pathos es e l del orden, la fuerza, la expansión y la formación de grandes entidades históricas. Si mantiene coactivamente un mínimo de bondad y justicia, nunca lo hace p o r q u e sea naturalmente bueno o justo -estos sentimientos le son ajenos-, sino sólo porque sin un mínimo se produciría una confusión general, que amenazaría con disociar los entes históricos ; porque  correría el riesgo de perder él mismo todo poder y estabilidad. El principio del Estado es ante todo la fuerza, y la prefiere al derecho, a la justicia y al bien. El crecimiento del poder es su destino. Conduce a la conquista, a la extensión, a la prosperidad, pero también puede conducir a su pérdida. En el conflicto entre fuerzas reales y derecho ideal, el Estado opta siempre por las primeras, y no es el mismo más que la expresión de sus correlaciones (1). No puede revestir ninguna forma ideal -todas las utopías que lo sugieren son fundamentalmente defectuosas-, sólo es susceptible de mejoras relativas, y éstas están generalmente ligadas a los límites que se le imponen. El Estado siempre aspira siempre a transgredir sus límites y a devenir absoluto, sea bajo la forma de monarquía, de democracia, o de comunismo. El mundo antiguo grecorromano no conocía límites para la Ciudad-Estado. Éstos fueron establecidos por el cristianismo que llegó a sustraer la persona del poder de este mundo. Fue él quien dio al alma humana la primacía sobre todos los reinos del mundo. Introdujo un dualismo, que se intenta resolver en los nuevos tiempos a favor de la dominación del Estado, pero que es, en realidad, insuperable. El Estado pertenece al mundo pecaminoso y no tiene analogía con el Reino de Dios. Hay en él una profunda paradoja, pues mientras lucha contra las consecuencias del pecado, imponiendo límites externos a la manifestación de la mala voluntad, él mismo está contaminado por ella y refleja en él esta decadencia.

Las tentativas hechas de dar al reino del César un carácter sagrado y teocrático fueron una de las mayores tentaciones en la vida de la Iglesia y del cristianismo. Se remonta a Constantino el Grande. Las monarquías cristianas, tanto imperiales como papales, confundieron de forma monstruosa el reino del César y el reino de Dios, en la cual el primero tuvo la prioridad. Se atribuyó al Estado sagrado, al poder del monarca, la dirección de las almas humanas y el cuidado de su salvación; en otras palabras, se le encargaba una tarea que pertenece exclusivamente a la Iglesia. Pero ese tiempo ya pasó.

 

La relación entre la Iglesia y el Estado se establece de forma paradójica, pues puede decirse que el Estado forma parte de la Iglesia, como puede decirse que la Iglesia forma parte del Estado. Ciertamente, la Iglesia espiritual y mística es el cosmos cristianizado, el alma del mundo llena de gracia, y, visto desde este ángulo, el Estado es sólo su parte subordinada y menos cristiana, por ser la más sometida a l a influencia del pecado y, en consecuencia, a la

(1) El discurso de Lasalle, De la Constitution, contiene mucha verdad.

de la ley. Pero histórica y socialmente hablando, la Iglesia considerada en el plan empírico, resulta ser parte del Estado, está sometida a su ley y e s protegida u oprimida por ella. Y ése es el origen de la tragedia de su vida. El Estado es la esfera de la vida social cotidiana, en la que se cuela una voluntad demoníaca de poder. Ya sea democrático o monárquico, es siempre un reino del César. También es mentira atribuir a la una u otra de sus formas un valor absoluto o sagrado. El Estado tiene una misión positiva en el mundo natural y pecador. "No en vano el magistrado lleva la espada ; el poder es indispensable en el mundo caído. Pero si e l E s t a d o , aun el más defectuoso, cumple en parte esta misión, también la distorsiona y desfigura por su tiranía, por su tendencia a violar sus límites, por las pasiones a que está expuesto. El amor al poder y a la tiranía, el desprecio de la persona humana y de la libertad, se manifiestan en el Estado democrático, como en el Estado monárquico, y alcanzan su paroxismo en el Estado comunista. El Estado se erige bajo el signo de la ley y no de la gracia. Es cierto que , además de la ley, s e manifiesta en él la creación humana, pero ésta está desprovista de gracia y no significa la penetración en el Reino de Dios.

No puede haber Estado ideal perfecto, porque todo Estado representa necesariamente la dominación del hombre sobre el hombre; y como el principio de esta dominación es producto del pecado, no puede como tal entrar en el Reino de Dios, que sólo conoce relaciones d e amor. La vida ideal y perfecta marca el fin de esta dominación, de toda dominación impuesta, de manera general, incluso la de Dios, pues sólo en un mundo pecador puede aparecer Dios como una autoridad. En este sentido, el anarquismo contiene algo de verdad, pero no es adaptable a nuestro mundo, sometido a la ley, y su utopía es una mentira y una seducción. Sin embargo, la vida perfecta sólo puede concebirse desde el ángulo anarquista, que corresponde al pensamiento apofático, el único verdadero, porque es el único en el que se elimina toda analogía con el reino del César y en el que se produce el desapego. La mentira, el carácter no sagrado del poder del Estado, consiste en lo que desmoraliza libera las pasiones y vuelve a poner en libertad los instintos inconscientes que se han acumulado. Desde un punto de vista ético, el poder debe reconocerse como una necesidad y una carga, no como un derecho y una reivindicación. El poder es tan pecaminoso como cualquier otra codicia. Desgraciadamente, todo poder lo provoca, y es necesaria una excepcional elevación moral y espiritual para que la persona que ejerce la autoridad no tenga concupiscencia. Ahora bien, el poder pertenece a esta vida social cotidiana, en la que rara vez se encuentra la elevación moral y espiritual. Así es imposible ver en sus manifestaciones una teofanía y sostener que el hombre debe soportar su tiranía.

Hay dos principios éticos auténticos: o el amor y la transfiguración de la vida por la gracia, o la libertad y la ley que la protege. El Estado no es un reino de gracia y amor, y sólo está parcialmente vinculado p o r la libertad y la ley, que está eternamente tentado de violar. Su problema ético fundamental es su relación con el individuo. Y aquí, más que en ninguna otra parte, se manifiesta su naturaleza no sagrada y sin gracia, su origen y esencia no cristianos. El Estado no conoce ninguna individualidad concreta e insustituible; su mundo interior y su destino permanecen cerrados para él. Este es su límite infranqueable. Sólo conoce lo general y lo abstracto. E incluso la personalidad no es para él más que una generalidad. De hecho, esta tendencia corresponde al carácter distintivo de la vida social cotidiana. El Estado sigue aceptando reconocer los derechos abstractos del hombre y del ciudadano, aunque sea a regañadientes, pero no quiere nunca reconoce derechos individuales no sustituibles, e incluso es imposible exigirle que lo haga. El destino personal no le interesa y no puede tenerlo en cuenta. Entre él y el individuo existe una lucha secular, un conflicto trágico y su relación, desde un punto de vista ético, representan una paradoja irremediable. La gente no puede vivir sin el Estado, le reconoce cierto valor y se siente dispuesta a sacrificarse por él, al tiempo que se levanta contra ese "monstruo frío" (1) que aplasta toda existencia individual

(1) Expresión de Nietzsche.

El círculo del ser de la persona y el del estado no se corresponden jamás y no se tocan más sobre segmentos muy restringidos. El valor de la personalidad representa jerárquicamente un valor superior al del Estado. Pues la persona pertenece a la eternidad, lleva la imagen divina, se dirige al Reino de Dios y puede entrar en él, mientras que el Estado pertenece al tiempo, no tiene imagen divina y nunca formará parte del Reino de Dios. En la vida social cotidiana de nuestro mundo pecador, el Estado, su fuerza y su gloria pueden constituir un valor suprapersonal y dar lugar a un heroísmo en la personalidad. Pero, éticamente, el personalismo cristiano seguirá siendo siempre el principio supremo, que tiene la tarea de juzgar al Estado. Todas las formas de poder son relativas y transitorias, por lo que es inadmisible absolutizar una de ellas y atribuirle un valor sagrado. El único principio del Estado que está vinculado a una verdad absoluta es el de los derechos subjetivos de la persona humana, el de la libertad de la mente, la libertad de conciencia, la libertad de pensamiento y de palabra, que todas las formas de poder tienden a violar. Las formas de gobierno más hostiles a la libertad de la persona humana son las formas monistas, desde las de la monarquía absoluta hasta las del comunismo total, y las menos dañinas de éstas son las formas mixtas y pluralistas, porque son menos propensas a la tiranía. Sociológicamente hablando, la persona y la sociedad son correlativas: la persona no puede pensarse fuera de la sociedad, y la sociedad implica necesariamente la existencia de la persona. La propia sociedad constituye una cierta realidad; no es simplemente la suma de individuos (1). Tiene un núcleo de ser, al que el Estado no puede pretender, y el Reino de Dios constituye una sociedad, una verdadera comunión ontológica de personalidades. En la jerarquía de los valores espirituales el primer lugar retorna a la persona, él segundo a la sociedad y el tercero sólo al Estado.  Pero en el mundo de la cotidianidad social, la fuerza se le concede en razón inversa a la jerarquía de valores. La libertad de la mente es un valor supremo, pero la fuerza de que goza no le es equivalente.

(1) Hay, muchos pensamientos interesantes en el Sοciοlogie de Zimmel.Pero no tiene fundamento ontológico.

Este trágico conflicto, debido a la desproporción entre fuerza y valor, es insoluble en el mundo pecador, donde la cantidad siempre primará sobre la calidad. Desde el punto de vista ético, debemos aspirar a un orden de vida en el que el principio personal, el principio social y el principio estatista actúen y se limiten mutuamente, y que conceda al primero la máxima libertad en la vida espiritual y creadora. Existe una incompatibilidad entre la infinita vida espiritual, que se revela en las profundidades de la personalidad, y el Estado, para el que la infinitud del espíritu permanece impenetrable. Pero esta vida espiritual no debe entenderse desde un ángulo individualista; es también una vida en sociedad, en catolicidad; metafísicamente social, está implantada en el Reino de Dios. La personalidad vive en una sociedad espiritual, es decir, en la Iglesia. Desde el punto de vista ético, el estatismo, es decir, la afirmación de la soberanía y del absolutismo del Estado, es un principio erróneo e inmoral, tan censurable como el comunismo, que socializa al hombre en su totalidad y rechaza, si no al individuo, al menos a la persona.

O.c. Pp 253-258

El Estado es el destino de las sociedades pecadoras, que viven por debajo del umbral del bien y del mal, y que están destinadas a sufrir no sólo la ley propuesta a la voluntad humana como un deber, sino también la que nos obliga a observarla. En el Estado, sin embargo, las personas no se limitan a cortar las manifestaciones de su mala voluntad , sino que realizan su potencial vital. Y el Estado aspira a poner toda la vida bajo su signo, incluida la vida religiosa y la cultura espiritual. Al final, las personas se encariñan con el Estado; se dejan seducir por su poder y su crecimiento, y se interesan por protegerlo o mejorarlo. Le dedican sus instintos creativos. Le dan lo que hay de bueno en ellos y lo que hay de malo. Y un día lo malo acaba superando a lo bueno. El Estado es un fenómeno ambiguo: tiene una misión positiva que, lejos de ser inútil, es incluso providencial, pero que, desgraciadamente, está desfigurado por el ansia de poder y por innumerables mentiras. En ciertos momentos, se considera sagrado no sólo el principio del poder en general, sino incluso una forma particular de gobierno con exclusión de todas las demás. monarquía en particular puede ser dotada, como puede serlo más tarde la democracia. Pero todas las formas de poder son sagradas sólo mientras se les dé ese carácter. Cuando se sienten obligadas a usar la fuerza para mantenerse, y la fe en su santidad desaparece de la conciencia, la hora de su muerte es inminente. Porque si se mantienen por la fuerza, mucho más se mantienen por la fe. Y cuando ésta se desvanece, aquélla se muestra impotente.

O.c. Pp.258-259